CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Quienes antes se preocupaban por las constantes críticas y descalificaciones de la sociedad civil a las instituciones gubernamentales, hoy, de repente, se angustian por las hipotéticas expectativas “demasiado altas” en torno al gobierno de Andrés Manuel López Obrador, que se iniciará el próximo 1 de diciembre.
Las mismas voces que antes se regocijaban por el éxito de nuestra fantasiosa “transición democrática” a partir de la alternancia entre el PRI y el PAN, hoy se preocupan por un presunto retorno al autoritarismo inmediatamente después de la elección presidencial del pasado 1 de julio, la más democrática en décadas.
Las mismas plumas que antes defendían a los gobiernos de Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, e inflaban las expectativas en las “reformas estructurales” de Enrique Peña Nieto, ahora atacan ferozmente a López Obrador por su supuesto priismo.
Estas aparentes contradicciones en realidad no lo son. Cada una de estas posiciones buscan un mismo objetivo: la desmovilización social y la pasividad ciudadana.
El mito de la transición democrática tenía el propósito de convencer a los mexicanos de que habíamos llegado al “fin de la historia” y que ya no valía la pena “luchar” por una transformación política de fondo, sino que habría que confiar en que la nueva “institucionalidad democrática” fuera resolviendo por sí sola los grandes problemas nacionales.
De la misma manera, las preocupaciones actuales con respecto a las altas expectativas en el próximo gobierno son en realidad angustias sobre la gran fuerza que podría llegar a tener la ciudadanía en la defensa de sus derechos.
Cuando un pueblo se llena de esperanza e ideas utópicas se vuelve más exigente y es mucho más difícil de controlar desde el Estado y los mercados financieros. Pero cuando los ciudadanos moderan sus expectativas suelen aceptar más fácilmente resultados mediocres sin protestar o generar olas en la esfera política.
Una encuesta reciente publicada por El Universal (véase: https://bit.ly/2OD6DWN) demuestra que 64.5% de la población cree que López Obrador “cumplirá con sus promesas de campaña” y 69% está convencido de que “México mejorará” durante el próximo sexenio. La misma fuente revela que si se repitieran las elecciones presidenciales López Obrador volvería a ganar con 60% de la votación, mientras que Ricardo Anaya sólo obtendría 11%. La encuesta ni siquiera reporta el porcentaje –minúsculo, sin duda– que recibiría José Antonio Meade.
Los comentócratas del viejo régimen le apuestan al fracaso del gobierno de López Obrador. Quieren que incumpla sus promesas y decepcione a sus seguidores, para dar pie a un desánimo generalizado que obligue a la ciudadanía a aceptar su derrota en materia política y así permitir un retorno de terciopelo al viejo neoliberalismo autoritario de siempre.
La enorme esperanza por la llegada de López Obrador es un peligro para este proyecto de desánimo y pasividad social porque es precisamente lo que necesita el nuevo presidente para romper con las cadenas de la simulación institucional y el servilismo global a que nos han malacostumbrado los gobiernos del PRIAN.
Ahora bien, las erradas teorías con respecto a la supuesta continuidad del régimen priista con López Obrador tienen el mismo fin de generar pesimismo y desmovilización. De acuerdo con este punto de vista, la Cuarta República se reduciría a ser apenas una cuarta transformación del viejo régimen del partido de Estado, iniciado con la creación del PNR, después transformado en PRM, luego en PRI y finalmente transmutado en Morena.
Esta tesis histórica no es, en realidad, más que una extensión de las descalificaciones electoreras esgrimidas por Ricardo Anaya y Jorge Castañeda durante la campaña electoral sobre el “PRIMor”, y retomadas con profundo sentido racista por el mismo Enrique Ochoa Reza, quien fuera presidente del PRI, cuando se lanzó públicamente en contra de los “PRIetos”.
Aunque resulta que el distinguido historiador John Womack también coincide con las coordenadas generales de este análisis. En una entrevista reciente con la periodista Dolia Estévez (véase: https://bit.ly/2uW9lza), el antiguo maestro de Carlos Salinas de Gortari en la Universidad de Harvard afirma que López Obrador a lo sumo representaría un reciclaje de “la izquierda del PRI”.
“Es priista, nació y fue creado como priista”, afirma el historiador. Y agrega: “Los priistas tenían la misma retórica (que López Obrador), la misma oratoria, la misma demagogia para la gente que no reflexiona, que no piensa”.
Womack acepta que “mucha gente vio sus sueños izquierdistas realizados en el triunfo de López Obrador”. Sin embargo, señala que “lo que ahora llaman izquierda es una izquierda que, como tal, es muy pobre”, ya que no es ni comunista ni anticapitalista.
Pero lo anticuado no es, en realidad, López Obrador, sino precisamente quienes insisten en descalificarlo por sus ideas supuestamente anticuadas. Tanto el neoliberalismo rapaz de Anaya y Castañeda como el sectarismo de Womack son reliquias de un mundo inmerso en una guerra fría que terminó hace ya casi tres décadas.
Ha llegado la hora de innovar esquemas y marcos teóricos para poder abrazar y sacar todo el jugo posible al actual proceso de transformación histórica y estructural de la nación en un contexto de constante movimiento también al nivel global.
www.johnackerman.blogspot.com
Twitter: @JohnMAckerman
Este análisis se publicó el 19 de agosto de 2018 en la edición 2181 de la revista Proceso.
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